Pero eso no es lo más grave. Lo más grave es la perversión del público, la de lxs televidentes, la nuestra. El síntoma es claro. El exitismo neutraliza todo sentimiento de compasión hacia esos pobres niñitxs, cuyo desesperado llanto nos parece normal.
Y es que nos dejamos deslumbrar por los fenómenos que nos presenta
el show, como animales amaestrados de circo. A los elefantes les enseñan a
bailar colocándolos sobre una plancha metálica, debajo de la cual hay fuego,
como en una hornalla gigante.
En Senegal y otros países africanos, puede verse las más inconcebibles
deformidades humanas. Son el resultado de un trabajo rigurosamente ejecutado
por los padres que fijan precarios aparatos a los miembros de sus hijos, para
impedir su desarrollo normal y saludable. Con ello, buscan inspirar lástima en
lxs turistas y obtener limosna. La tortura psicológica a la que sometemos a
nuestros niñxs, no es menos cruel que la africana.
Nuestro consuelo de tontxs podría ser que el padre del violinista Niccolò Paganini (Génova, 27
de octubre de 1782 – Niza, 27 de mayo de 1840), hizo de su hijo
el gran fenómeno que fue, gracias al rigor de su enseñanza, gracias a las
inhumanas torturas a que lo sometía.
Paganini y Mozart fueron los pequeños gigantes de su
tiempo…pero infelices. Y la razón es que el precio de su éxito fue la tortura.
¿Habrían logrado estos niños prodigio el virtuosismo que los caracterizó, aprendiendo
con amor? No lo sabemos, pero nada puede justificar la infelicidad deliberada,
el maltrato, el crimen. La Fiscalía del Menor debería tomar cartas en el
asunto.
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